VERSIÓ EN CATALÀ, AQUÍ

¿Os acordáis cuando en las aulas de primaria se preguntaba sobre las profesiones que más nos llamaban la atención? ¿Rememoráis aquellos nervios que nos cosquilleaban el estómago mientras esperábamos turno para afirmar que de mayores queríamos ser astronautas, médicos o futbolistas? ¿Y os viene a la memoria algún compañero de clase que aprovechara el momento para gritar a los cuatro vientos que su mayor aspiración era dedicarse a la logística? Lo más probable es que la respuesta a esta última cuestión sea un rotundo “no”. Y es que, efectivamente, el sector de los camiones y los almacenes siempre ha andado bastante flojo de vocaciones. De hecho, es una realidad que se palpa enseguida cuando entras en contacto con este particular universo laboral, ya que la mayoría de sus integrantes han llegado hasta ahí medio de rebote, procedentes de ámbitos de conocimiento tan dispares como la ingeniería, la sociología, la economía… o la famosa universidad de la vida.

Lejos de suponer una lacra, este eclecticismo galopante, que recorre los procesos logísticos de punta a punta, es una generosa fuente de enriquecimiento individual y colectivo, capaz de convertir un sector tan aparentemente faltado de glamur en un espacio abonado al crecimiento profesional, donde la creatividad y la innovación siempre ganan la partida a los dogmas. Es un sector tan poco ortodoxo que no ha conseguido ponerse de acuerdo ni en su origen etimológico, ya que algunos relacionan la logística con la palabra griega logistikos (que significa “relativo al cálculo”) mientras otros defienden que proviene del vocablo francés loger (que podemos traducir por “alojar”).

Más allá de la discusión etimológica, sí que hay un cierto consenso académico a la hora de situar las raíces conceptuales de la logística contemporánea en el terreno militar, ya que es donde se empezaron a describir procesos relativos al movimiento de tropas. Concretamente, se considera que Antoine-Henri Jomini, un general suizo que luchó en el ejército de Napoleón Bonaparte, fue el primero en utilizar referencias a la logística militar en su obra “Compendio del Arte de la Guerra”, publicado por primera vez en 1838. Y es que Jomini no solo era un estratega bélico de primera categoría, sino que también tenía una gran afición a las letras, cosa que le llevó a escribir varios textos con una clara voluntad didáctica, valiéndose de expresiones que hoy en día ya forman parte del paisaje logístico, como “bases”, “aprovisionamiento” o “distribución”.

Avanzando unos cuantos años, es muy recomendable leer al profesor valenciano David Servera-Francés, que nos ofrece un magnífico recorrido por la evolución histórica más reciente de la logística, desde que era considerada un conjunto de técnicas con poca importancia dentro de la gestión empresarial, hasta que la globalización económica de mediados del siglo XX la erige como una actividad de carácter estratégico, capaz de aportar ventajas competitivas en el suministro de bienes y servicio. Un salto cualitativo que se ha acelerado durante las últimas décadas, con la irrupción del concepto “Supply Chain”, que nace para modernizar la esencia logística y juntarla con al menos tres elementos clave: tecnología, colaboración y sostenibilidad.

“Sentir lo invisible y ser capaz de crearlo, eso es arte”. Según la genial definición del pintor alemán Hans Hofmann, la logística actual podría llegar a considerarse arte, sin miedo a la presunción. Y es que estamos hablando de un colectivo de profesionales, organizados como una perfecta cadena de procesos concatenados, que se dedican a obrar pequeños milagros, como que un producto procedente de un continente lejano nos llegue a la puerta de casa en 24 horas, que los hospitales estén siempre aprovisionados de todo lo necesario para curarnos o que por las venas del ecosistema productivo circulen sin cesar los componentes que lo mantienen activo. Y lo más bonito es que lo hacen lejos de las luces mediáticas, sin que la mayoría de los mortales nos demos cuenta.

Pero hacer realidad lo que parece imposible también puede tener contraindicaciones importantes. Sin ir más lejos, cuando se articulan cadenas logísticas muy eficientes pero orientadas exclusivamente a la reducción de costes, se corre el gran riesgo de empezar a destruir valor, deslocalizando la producción, priorizando por mano de obra barata, tensando las relaciones comerciales o perjudicando la calidad de los productos. En este sentido, es bueno recordar otra definición del arte, la que nos regaló la filósofa estadounidense Ayn Rand al asegurar que “el arte es una recreación selectiva de la realidad de acuerdo con los valores y juicios metafísicos del artista.”

Precisamente, la importancia de los paradigmas con los que se diseñan y ejecutan los procesos logísticos se suele explicar mediante un breve relato anónimo que dice más o menos así:

Hace muchos años, en un día caluroso de primavera, un peregrino que recorría el camino de Santiago decidió hacer parada al lado de una gran cantera, donde varios obreros trabajaban intensamente. Cómo hacía varías horas que no podía conversar con nadie, el peregrino se acercó a dos picapedreros que se dedicaban a desmenuzar imponentes bloques de granito. Y dirigiéndose al primero le dijo:

– Buenos días, caballero. ¿Qué está usted haciendo?

– ¿Pues qué le parece que estoy haciendo? ¡Picar piedra! – le respondió.

Después de tan tajante comentario, decidió probar con el segundo picapedrero, al que también le preguntó:

– Buenos días, caballero. ¿Y usted qué está haciendo?

– Yo estoy trabajando en la reconstrucción de la catedral de Santiago. – le respondió.

La parábola es tan sencilla como trascendente. Y es que, si los responsables del sector logístico son capaces de ver más allá de los bloques de coste que hay que pulverizar, entendiendo que el fin último de su trabajo es crear valor para la sociedad, no solo conseguiremos crear cadenas de suministro semejables al arte, sino que además comenzaremos a ver algún niño espabilado que espera nervioso su turno para afirmar con convicción que de mayor quiere ser logístico.