En las últimas semanas, desde mi trabajo como psicólogo y mediador me he dedicado a escuchar a personas y equipos de trabajo, contener emocionalmente y a reflexionar sobre lo que esta época nos está trayendo.
La metáfora de la “mancha de aceite” es interesante para entender que nadie se puede aislar lo suficiente para que la situación de desconcierto, de incertidumbre y de miedos no le llegue.
Nos tratamos de “entretener” con diversas actividades lúdicas, laborales, familiares, pero esta acción de tenernos entre una cosa y otra falla continuamente; lo real de la enfermedad y la amenaza (quizá más potente) nos afecta, nos invade. La frase tan manida y esperanzadora “nos salvamos todos juntos” me hace pensar, porque lo que yo escucho es “aquí no se salva nadie”, y no hablo de la enfermedad, hablo de los efectos de la pandemia en todos nosotros, en nuestros vínculos, en nuestro quehacer diario.
Lo sintomático se presenta de diversas maneras. Por un lado, como la necesidad de hacer todo bien, como si algo relacionado con la capacidad de hacer estuviera en riesgo. Observo personas que viven con angustia la contradicción entre el deseo de hacer de todo y hacerlo bien, con el mensaje que les llega del exterior que les dice que no pueden hacer casi nada… Esto agobia, y se vive como un doble mensaje que el cerebro trata de descifrar en el hacer mismo, con el riesgo de “actuar” de forma reactiva, más que de “reflexionar” sobre los límites y las posibilidades. Al mismo tiempo, cuidar el trabajo cuando el afuera nos dice que está todo en riesgo comporta un peso psicológico que es como una losa que aplasta y no deja pensar, que apenas deja hacer y que, desde luego, dificulta la conexión con el sentir.
Las personas refieren dificultades en la concentración, la atención, la memoria y la reflexión en el trabajo. Las horas cansan más que antes y eso nos hace pensar que el vivir en un mismo espacio (el que antes era el íntimo y familiar), en las diversas facetas de nuestra vida diaria provoca confusión. Uno no sabe, a veces, dónde está ni para qué.
El tener que realizar diversas acciones en un mismo espacio físico, pero también mental, sin interrupción, sin desplazamientos, tiempos de ocio, de café, de estar con extraños en un bus o en un tren, provocan la percepción de entrar en una “matrix” desconocida donde coexisten diversos escenarios con la necesidad de acomodación y redefinición de ésta para poder hacer y vivir todo en un mismo sitio, con la sensación de confusión añadida. Si a este hecho le añadimos el tener que estar 24h en alerta, sobre todo desde que los horarios parecen borrosos y poco claros, nos invade la sensación que nunca se termina la tarea, lo cual tendrá consecuencias en el descansar, desconectar, y la dificultad de el sueño funcione como reparador.
A la vez escucho que muchas personas se han acomodado a esta coexistencia, de todo en casa y, parece que vivieran un “síndrome de Estocolmo” y les cueste pensar en volver al escenario habitual. ¿Será que nos acomodamos a la supuesta “seguridad de la cueva”? El espacio laboral se ha significado, para muchos como un refugio. El riesgo es que éste se convierta en una cárcel. Aquí la importancia del ejercicio activo de la libertad, en el sentido de Fromm y su concepto de libertad positiva, en relación con el ejercicio de elegir, de controlar la propia voluntad y “ser libre para algo” y tener control sobre la propia vida.
Lo que sí es claro y recurrente en las diversas sesiones que he coordinado y participado es la sensación de estar rodeados e inmersos en un entorno de enfermedad, riesgo, muerte, donde hemos perdido personas y un mapa conocido para transitar por la vida, el mapa ya no corresponde al territorio (concepto de Alfred Korzybski popularizado por Paul Watzlawick), por lo que creo más necesario que nunca en la importancia de crear espacios de encuentro para confirmar que estamos, y que estamos vivos; lo cual solo se da en la interacción con un Otro que nos lo confirme, ya que somos seres sociales y nuestra identidad se conforma en la interacción con lo que los demás nos devuelven de nosotros mismos.
Junto a todos estos sentimientos aparece el enfado, la incomodidad, el revelarse contra las normas, la tensión y el conflicto entre personas, la falta de empatía, frustración, impotencia y reconocer el derecho a sentir como nos sentimos, en otras palabras, a nombrar y hacer emerger el malestar.
Fue Sigmund Freud que en 1930 publica “el malestar en la cultura”, un texto que casi 90 años después destaca como más actual que nunca. Ya nos anticipa que la confusión entre el adentro y el afuera promoverá pérdida de referencias en cuanto al principio de realidad, de ahí lo confuso, que escucho, de compartir en una misma “matrix” diversos escenarios (trabajo, familia, intimidad, amigos). Ya Freud anticipaba que viviríamos un pulso entre el exterior y el interior que ponía de relieve algo que de por sí está relacionado con la felicidad: el bienestar. El provecho, la satisfacción, el orden, la belleza de la naturaleza, la seguridad de un orden jurídico social y el placer lo relaciona con la cultura. ¿Cuándo la felicidad desaparece, deviene el malestar, como contraposición al bien estar (o al estar bien)?
El autor nos asegura que el ser humano es capaz de renunciar a una parte de su felicidad por la idea de seguridad que brinda el Estado. Yo me pregunto si renunciar al ejercicio conocido de nuestra libertad de circulación y decisiones en beneficio de la salud, está repercutiendo también en la sensación de malestar.
Estar mal porque el Estado como representante del bien común nos limita, como si desde una perspectiva paternalista hubiésemos tenido que renunciar al ejercicio de nuestro ser adulto, en beneficio de un bien común: la salud.
Otro de los temas centrales de la obra de Freud es la culpa como moneda de cambio frente al disfrute de la dicha. En sesiones de estas semanas la culpa apareció varias veces en el no poder acompañar a personas cercanas en sus últimos momentos, la falta de ganas frente a todo lo que “deberíamos hacer”, la sensación de haber perdido tiempo y vivir para trabajar, más que trabajar para vivir, en ser sobreviviente, etc. La culpa deviene también en malestar, sobre todo, cuando lo proyectamos en el afuera, para evitar el implicarnos. Es más fácil poner los sentimientos negativos en los otros, en el Estado, en los políticos, los jefes, la sociedad, que asumir que esa lucha permanente entre lo que queremos y lo que podemos estará ineludiblemente condicionada por fuerzas ajenas a nosotros y que, como en otra obra Freud nos “regaña”: no somos el centro del universo. (Una dificultad del psicoanálisis”, Obras completas, Sigmund Freud, vol. XVII, p. 125-135)
El valor de los símbolos
Lo simbólico se hace más necesario que nunca, ya que nos ayudará a ponerle nombre a lo que no entendemos, a lo que no conocemos, y para lo que nadie nos preparó: la amenaza de la enfermedad, la muerte y lo indefensos que estamos frente algo tan minúsculo como un virus.
Cuando lo invisible se hace poderoso, también los marcos de referencia para entender y actuar en consecuencia se ponen borrosos y nos deviene la angustia. Esta pesadumbre la podemos tramitar y debilitar poniendo palabras a la misma, conectándonos con nosotros y con los Otros, nombrando lo innombrable, apelando a refranes, a metáforas, a ejemplos que nos permitan sentirnos acompañados en este momento.
Pasar del estado del enfrentamiento con lo real de la amenaza de nuestra salud en crudo, hacia un espacio donde podamos reflexionar, entender, poner palabras es necesario, es vital; por ejemplo creando un día y un espacio para el recuerdo, pensar teorías (y sacar conclusiones) sobre lo que nos pasa, escribir artículos como este, tener proyectos, indudablemente nos llevará a pasar de registro y nos dará la ilusión de poder manejarlo, entenderlo y quizás controlar nuestras acciones frente a emociones tan complejas.
Al final, tener proyectos y vivirlos es la única manera de darnos cuenta que estamos vivos, y honrar la vida.
Javier Wilhelm codirige el Máster en Mediación Profesional de la UPF Barcelona School of Management.
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