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La simplicidad es seductora. Pero la realidad es tozuda.
El asalto al Capitolio, la apoteosis del “directo social”, será considerado como un capítulo terrífico de la historia de la democracia, la última figura, hasta ahora, de la muñeca rusa de las pesadillas en las que nos tiene presos la pandemia. La última consecuencia de lo que ya nos advertía Laswell en Psicopatología y política, una meta volante del discurso basado en el odio, la supremacía desenfrenada y la ignorancia deliberada, la duda carcomiendo frente al edificio institucional, migrado a lado y lado, la mentira y la mentira sobre la mentira, otra pieza indeseable para una colección infame de muñecas rusas.
Decía Lenin en su Teoría sobre la prensa, que dejar una imprenta en manos de un burgués era como dar un arma a tu peor enemigo. Eso pensaron muchos cuando observaron, horrorizados, en este directo social –la nueva transmutación de los media events de Dayan y Kats– como el presidente de los Estados Unidos, atizaba por acción y por omisión el asalto violento a uno de los edificios que representa la soberanía del pueblo norteamericano. Una escenificación grotesca y carnavalera, un ensayo estrafalario de una “revolución fake” cien años después de Lenin, de la América blanca y fingidamente agraviada –o no–, aterrorizada por la pérdida de unos privilegios de origen casi divino. Una América que reclama, con derechos y estética genuinos, su versión del restablecimiento del equilibrio, la justicia y la pijería universales. Y con víctimas mortales, para hacerlo todo al estilo de la profundidad y la épica norteamericanas.
Y, de repente, Lenin como quien se levanta del mausoleo para reclamar los derechos de autor, aparece en escena y el directo social se restañe. Y la revolución se languidece. Los amos de las imprentas del presente decidieron que ya estaba bien de aquella farsa. Había que desarmar a Donald Trump. Primero, con advertencias. Después, con una competición a ver quien lo suspendía más, quien lo humillaba más. Había que echarlo, se oía desde Kauai, la localización de un futuro remake distópico de The Social Network. Al fin y al cabo, eran sus armas, eran su propiedad, eran ellos quienes decidían quien disparaba y quien no. Y Trump, el presidente de los Estados Unidos, había violado sus condiciones de uso, o las había agarrado por el c… en terminología trumpista.
Muchos, y no tan solo la hiperventilación tecno-optimista, aplaudieron en “directo social” la suspensión del presidente. Una lección del populismo de extrema derecha, que huía hacia nuevos horizontes perseguido por los cuatro o cinco jinetes –¿todos hombres, todos blancos?– del apoteosis tecnológico y que le cortaban cualquier vía de huida posible. El hipotético terror justificó sin condiciones la supremacía de las tecnológicas sobre el soberano.
Pero, por suerte, la realidad no es tan sencilla. Hay que resistirse a aceptar algunos de los marcos interpretativos, por mucho que hablemos de un soberano menospreciable, el presidente más violento de la historia en palabras de Noam Chomsky, que no es poca cosa tratándose de los Estados Unidos de América. La decisión de suspender las cuentas del presidente estadounidense durante el asalto al Capitolio nos obliga a enfrentarnos al dilema, a la controversia y a la reflexión. Por mucho que se trate del indeseable.
Empezaré por la cuestión que, como investigador de los efectos de los medios, me toca más de cerca. ¿Cuál fue el impacto de los mensajes de Trump en el comportamiento de los asaltantes? ¿Habríamos podido establecer una relación de causa-efecto entre aquello que pasaba en el directo social y lo que pasaba en el Capitolio? Desgraciadamente, no tendríamos, ni sé si tendremos nunca, condiciones que nos permitan resolver este tipo de pregunta. Sin embargo, sabemos que debemos alejarnos del discurso que quiere explicarlo todo a través de la influencia de los medios, como si los factores estructurales, el contexto y la historia no tuviesen nada que ver con ello. ¿Los guiaba Trump o una cultura centenaria basada en el odio, la xenofobia y el asalto sistematizado?
¿Había, pues, que suspender a Trump si había violado las condiciones de uso de las plataformas? Sí y no. Trump hacia años, quizás desde el principio –si Laswell estuviese vivo, quizás nos explicaría el por qué–, que diseminaba odio, supremacía, racismo y pijerío. Y, como ya se ha dicho en millones de ocasiones, las plataformas lo supieron aprovechar. ¿Ahora había que suspender a Trump por el hipotético efecto a corto plazo? ¿Había que convertir los consejos ejecutivos en gabinetes de guerra que deciden cómo responder a un ataque con armamento nuclear? ¿Qué pecados debían purgar?
El comunicado de Twitter produce tanta perplejidad como ayuda a la clarividencia: Trump debe ser suspendido por anunciar que no asistiría al acto de inauguración del mandato de Biden. Una evidencia más de su estrategia de descrédito de la democracia norteamericana, que considera un fraude.
Trump recibía el castigo de crímenes pasados con las plataformas de cómplices que ahora expiaban sus pecados.
¿Y los efectos a largo plazo? ¿Cómo afectará la suspensión a Trump y a la extrema derecha, que tienden con tanta naturalidad a la victimización y al sentimiento de agravio? ¿Buscarán nuevos espacios en los que diseminar su odio que, quizás, será más grande? ¿Asistiremos a la fractura definitiva del directo social, a una polarización que ya no solo será discursiva o efectiva, sino también tecnológica?
Esta es solo una parte del dilema. La otra tiene que ver no con las razones, sino con el derecho. ¿Pueden las grandes corporaciones tecnológicas privar del derecho a expresarse al presidente de los Estados Unidos de América? Ahora todos corren a decir que sí, que ha violado las condiciones de uso. ¡Por haber dicho que no asistiría a la inauguración! ¿Pero a quién podía sorprender? ¿Os habíais imaginado a Trump cediendo (en) algo? De acuerdo, pero es que son compañías privadas y pueden hacer lo que quieran. Y aquí debemos parar. Porque este es el gran dilema, esta es la gran reflexión. Un mundo digital construido por el dominio y la hegemonía de grandes corporaciones privadas que tienen el derecho de, incluso con motivos cuestionables, prohibir el uso de sus plataformas a un representante de la voluntad popular, por más fascista que sea. Ahora nos gusta. O no. En el futuro, nos puede horrorizar. Hemos mitificado el progresismo tecnológico y lo hemos convertido en el abanderado de los valores democráticos, como quien habla de una nueva revolución burguesa dirigida desde Silicon Valley. Es, sin duda, una capitulación a la que nos sometemos, voluntariamente, día sí y día también.
Muchos hemos sentido un “vacío institucional”. La ausencia de una pieza que, no sabemos por qué, echamos de menos. Quizás es la misma democracia, la que sentimos ausente. O quizás todo es más sencillo, repetirán algunos. Sin miramientos. À la Lénine! Mientras tanto, las plataformas preparan una respuesta para tapar esta ausencia de vacío, conscientes del malestar despertado entre una parte de la población, pero también entre muchos líderes e intelectuales a nivel internacional. De momento, la mordaza parece haber traído la calma. Esperemos que no se desate una nueva tormenta.
La pandemia altera los mecanismos del recuerdo, todo espera un final y un nuevo principio en el que reclamar un juicio, una interpretación. La pesadilla lo amara todo. Y en esta pesadilla, uno se aterre en verse como un abogado del diablo terrible. Pero desconfiad de los verdugos y de los que los acompañan. Serían los protagonistas de un último gran libro de Laswell.
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