Si algo nos trajo la pandemia es la evidencia que el cambio existe, está presente y seguirá a una velocidad importante, lo vemos cada día de nuestras vidas y también en las citas electorales como la que vivimos el día 14 de febrero en Cataluña.

Frente a esta situación tan compleja de cambio, incertidumbre y desconcierto, debemos potenciar nuestras habilidades de flexibilidad, empatía, mirada de futuro; palabras muy importantes que se han de llenar de contenido y de acciones y que pocas veces se ven reflejadas en nuestro día a día y en el ejercicio de los cargos electos en su labor parlamentaria.

La jornada del 14-F nos ha puesto una vez más frente a la posibilidad de que las personas elegidas se sienten a negociar. Creo que si lo hiciesen eficazmente daría como resultado un sistema de gobernanza fortalecido y legitimado. Aunque me temo que, de momento, las declaraciones vertidas no dan un buen pronóstico en un sistema que carece de práctica y de salud democrática.

La mediación me ha hecho descubrir algunos indicadores sobre por qué las negociaciones interpersonales fracasan. Por ejemplo, y pensando en la joven democracia en la que vivimos, hay paralelismos interesantes a destacar.

1). Las palabras “nunca” y “siempre” se deben descartar del vocabulario político. Solo cierran el camino a un encuentro inevitable. Visualizar y analizar lo que no ha funcionado en negociaciones pasadas nos debería ayudar a identificar qué conductas no se deberían repetir (aunque el ser humano es el único que tropieza varias veces con la misma piedra); el hacer ultimátum, proponer cuestiones que el otro no pueda aceptar, intentar demostrar que la narrativa de uno es más legítima que la de otro, la descalificación, el no integrar las diferencias que nos aporta la diversidad, nos lleva siempre al mismo punto de sensación de no retorno: el uso del paradigma del poder.

2). Las investigaciones en resolución de conflictos nos dicen que existen tres paradigmas que coexisten cuando estamos delante de un problema: el más antiguo es el paradigma del poder, la imposición de la fuerza del más poderoso hacia los que “aparentemente” son más frágiles; un sistema que solo trae sufrimiento e injusticia. Se trata de una forma que no permite el diálogo y que es la imposición de una decisión sin derecho a réplica. ¿En cuántas familias hemos escuchado la frase “porqué soy tu madre/padre”?

El problema de usar esta metodología es que la tortilla en algún momento se puede dar la vuelta y no hay mal (ni poder) que dure muchos años (y menos en este momento de la historia de la humanidad).

Una cosmovisión más evolucionada, que trae la revolución francesa, es el imperio de las normas del Derecho, por lo cual cada vez que tenemos un problema y que no sabemos cómo resolverlo, hay una ley que nos dice qué se puede y qué no se puede hacer. El sistema normativo en el que un tercero decide por nosotros tiene una dificultad: llevar la convivencia o la política a la vía judicial supone, de alguna manera, declararnos incapaces de llevar a cabo una negociación entre adultos. En esta modalidad, lo más seguro es que las partes se perciban como ganadoras o perdedoras, con la incertidumbre añadida de no saber anticipadamente quién se llevará “el premio” ni las consecuencias del mismo. La dificultad mayor en este sistema es que si debemos convivir con el otro y/o lo podemos necesitar y tenemos una relación que va a perdurar en el tiempo, las heridas que quedan después de la “sentencia” estarán presentes en cada nuevo encuentro.

La vida nos ha demostrado que la gente tiene memoria y cuando puede se cobra “deudas impagadas” del pasado. Aquello que no se puede cambiar y que, por lo dicho, condiciona el presente y el futuro de una manera anquilosante, nos inmoviliza y nos limita el movimiento. Convivir con otros, aún en la diferencia, implicará encuentros, a veces impensables, pero posibilitadores de salidas creativas para nuestros problemas. Si nos hemos definido desde el inmovilismo y el desencuentro, nos hemos puesto (en?) una trampa difícil de superar.

Lamentablemente, el incapacitarnos y que, desde una perspectiva paternalista, alguien decida por nosotros, es la modalidad más utilizada cuando no nos atrevemos a soportar que los conflictos, la diversidad y la diferencia son permanentes en nuestras vidas y nos vemos incapaces de entrar en el más moderno de los paradigmas: el de la conjugación de intereses, necesidades y preocupaciones.

Aquí entra la oportunidad de una negociación real y realista: abrir un canal de diálogo eficaz, donde la escucha sea más importante que el monólogo. En el que sentarnos con el que piensa diferente no sea vivido como renuncia ni debilidad. Una vía en la que, en definitiva, la inteligencia nos ayuda a encontrarnos como adultos frente al desafío de dar pasos de encuentro hacia el/los otro/s.

Caminar en una democracia sin mayorías absolutas nos pone frente al reto de comportarnos como personas mayores, responsables, inteligentes, realistas y con los pies en la tierra.

Cada vez que algo que ha hecho el otro no nos gusta, recurrimos a los tribunales. Esta es una demostración de incapacidad de permanecer en el tercer paradigma y pedir que desde el antiguo paternalismo alguien nos resuelva el dilema. Es un doble juego dilemático que nos deja sin salidas posibles: pedimos ejercer la democracia, pero cuando algo nos disgusta lo llevamos a los tribunales de justicia para que lo resuelvan por la incapacidad de diálogo que tenemos. Luego nos quejamos de que “el poder” dictamina la vida cotidiana, pero en realidad se debe a que retroalimentamos un sistema por nuestra falta de capacidad de ejercer lo que la ciudadanía nos encarga: el diálogo y el fortalecer la democracia desde la aceptación del pluralismo y la diversidad.

Hemos vivido en los últimos años de la democracia muchas veces el mismo patrón. Frente al fracaso de la negociación, los tribunales deciden y después nos enfadamos de que esto sea así.

Como mediador de temas de familia, propongo analizar cómo han llegado al punto de enfrentamiento “sin salida” en el que llegan a la mesa. En varios casos pregunto a las partes qué es lo que no les ha funcionado al intentar arreglar la situación y qué es lo que les ha funcionado. Sobre todo para que sepan qué no deben repetir en la mediación. Es interesante cuando las personas se escuchan y reconocen acciones, dichos, impulsos que les han paralizado y no les han dejado resolver su situación, con la impotencia y frustración que esto comporta.

Les explico que puedo garantizar que en mediación no repetiremos aquello que me dicen que no ha funcionado, a sabiendas de que se lo tendré que recordar en más de una ocasión. Una forma de hacer algo diferente para llegar a un resultado satisfactorio y realista.

Sigmund Freud hace más de un siglo nos habló de la compulsión a la repetición: un proceso a través del cual las personas repetimos antiguas experiencias (destructivas) sin darnos cuenta de que nos volveremos a encontrar con más de lo mismo, donde sentimos un impulso irrefrenable de volver a recrearnos en los mismos errores una y otra vez.

Para el padre del psicoanálisis, si uno mismo no se da cuenta del gasto energético y emocional que trae la repetición, si no dejamos de vivir en “el cuento de la marmota” permanentemente, seguiremos abocados al fracaso y a la frustración. Algo sucede cuando los protagonistas de la repetición no se corresponsabilizan de la misma, no registran su nivel de responsabilidad en la repetición y atribuyen la conducta repetitiva a un “algo externo”, como si no formaran parte del juego ni tuviera que ver con ellos. Es una forma de victimizarse frente a un destino que se les vuelve a presentar y del que parece que no pueden escapar.

La pregunta es si se puede salir del circuito de la repetición. Seguro que sí, pero ejerciendo el pensar sin que el pasado condicione el futuro, procurando escoger la libertad de diseñar un futuro más sano y posible, en el sentido que Erich Fromm hablaba cuando nombraba la libertad responsable como renuncia a los vínculos tradicionales de esclavitud, esa que no nos deja ser ni hacer. El autor ya nos hablaba en el siglo XX de la crisis del fascismo como forma contrapuesta al ejercicio de la libertad y que los seres humanos son actores y autores de su historia. Fromm nos anticipa, finalizando la Segunda Guerra Mundial, que el fascismo no es un fenómeno accidental, sino que es el resultado de contradicciones que amenazan la existencia del ser humano y nos abre el horizonte al decir que la expansión de la democracia dependerá de la aptitud para asumir decisiones adultas en aquellos temas en los que en el pasado la costumbre y el uso del poder fueron el paradigma predominante. Por eso la ciudadanía tiene que ejercer su participación con un pensamiento auténticamente propio, manifestando la voluntad de lo que realmente le conviene para, de esta manera, no evadirse del ejercicio de la libertad.

Heidegger ya habló de la dicotomía entre una existencia banal y una auténtica. Deberemos elegir en cuál queremos vivir: “Solo hay un mundo donde hay lenguaje”, decía el autor, con lo que nos expresa que no existe mundo fuera del lenguaje. “Somos seres interpretantes”, acotaba George Bateson, con lo que nuestras palabras afectan a nuestras conductas y nuestra percepción de la realidad.

Si elegimos mejorar la forma de hablarnos y de escucharnos, podremos construir una sociedad/democracia más sólida y fortalecida. La renuncia al diálogo y al encuentro, aún en la diferencia, comporta un nivel de riesgo y retroceso para nuestra sociedad que no debemos permitir, a menos que queramos volver a la Edad Media.

Hemos tenido elecciones en Cataluña, quizás sea la hora de poner la mirada en el futuro, no repetir mecanismos que nos lleven al uso del poder o de judicializar la vida democrática y sentarnos a escuchar, a hablar de forma diferente y pensar cómo cada uno puede contribuir a que la repetición no se instale en nuestras vidas.