HERSTORY es una iniciativa de la Facultat d’Humanitats de la UPF, guiada por la profesora Tamara Djermanovic. Está coordinada por la escritora y especialista en género Mª Ángeles Cabré, y en esta primera fase ha contado con la colaboración de la profesora Rosa Cerarols y de las estudiantes Giorgia Capiotto, Maria Fernández, Thomai Gkiata y Ada Morillo (Global Studies-UPF). HERSTORY Quiere ser un proyecto en expansión.
Josephine Baker, Viriginia Woolf, Rosalind Franklin, Agnès Varda o Chavela Vargas… mujeres que supieron sumar el talento a sus ansias de superación y que siempre formarán parte de nuestra memoria.
La bailarina y cantante Freda Josephine McDonald nació el 3 de junio de 1906 en St. Louis (Missouri). Sus padres trabajaban como animadores. Creció sin educación y pobre, a menudo bailando en las calles para recolectar dinero. A temprana edad se casó y cambió su apellido por Baker, pero pronto decidió divorciarse y zarpó por primera vez hacia Europa.
A los diecinueve años se trasladó a París en busca de oportunidades y allí logró convertirse en una estrella. Tenía carisma y empezó a ser conocida como “La mujer de las piernas sin huesos”. Era una mujer dinámica, que no necesitaba a ningún hombre y que dejaba las relaciones cuando lo creía conveniente. A los veinte o veintiún años grabó sus primeros discos y se convirtió en un símbolo de la liberación sexual, Con sus hermosos y extraños movimientos, rompió con la imagen del cuerpo blanco europeo. En su actuación más famosa, “The banana dance“, expresó su sexualidad de una manera tan libre que se la consideró tremendamente excitante y casi terapéutica.En París, su talento ayudó a inspirar a una generación de artistas, entre los que se encontraban Picasso, Colette y Hemingway. Baker fue descrita por este último como “la mujer más sensacional que nadie haya visto”.
En la Segunda Guerra Mundial sirvió en Francia uniéndose a la Resistencia y trabajando como agente secreta. Arriesgando su propia vida y su carrera, actuó para las tropas y fue corresponsal honoraria y subteniente en la Fuerza Área Auxiliar de Mujeres. Trabajó como espía transmitiendo secretos que escuchó mientras actuaba frente al enemigo y, asmismo, escribía con tinta invisible en hojas de música transfiriendo mensajes secretos. Fue galardonada con la Medalla de la Resistencia y el gobierno francés la nombró por su dedicación Chevalier de la Legión de Honor.
Más tarde regresó a Estados Unidos, donde a pesar de su exitosa carrera en Europa encontró un ambiente hostil. Baker experimentó la discriminación racial y la desafió, siendo la suya una larga lucha. Pero más que en una activista antirracista, en su lucha se convirtió en una figura del feminismo que lucha por los derechos civiles. Fue la única mujer oradora en la Marcha de 1963 en Washington y sirvió como recordatorio de que la lucha por la igualdad tiene una larga historia y tanto las mujeres como los hombres habían sido pioneros en la lucha por los derechos civiles. Evidentemente siempre defendió la liberación de las personas de raza negra y soñó con un mundo en el que el color de la piel no importara.
En su vida personal creó una familia inclusiva adoptando a doce niños de diferentes lugares y religiones. En sus últimos años se endeudó y perdió toda su fortuna, pero se mantuvo cerca del escenario hasta su muerte. El 12 de abril de 1975, tras haber caído en coma, Josephine Baker falleció a los sesenta y ocho años a causa de una hemorragia cerebral. Fue el final de una vida extraordinaria. Hoy en día es uno de los símbolos más famosos de la era del jazz.
Autora: Thomai Gkiata
La escritora Virginia Woolf (1882-1941) es hoy uno de los máximos exponentes de la literatura hecha por mujeres, tanto por la originalidad de su obra de ficción como por los ensayos reunidos en Una habitación propia, libro publicado en 1929 que hace de ella un adalid del feminismo, pues en él invita a las mujeres a gozar de la independencia poseyendo una habitación propia y 500 libras al año, cantidad en aquella época necesaria para vivir libre de ataduras.
Hija de sir Leslie Stephen -Stephen fue el verdadero apellido de Virginia-, creció en una casa frecuentada por intelectuales y personalidades relevantes. El fallecimiento de la madre cuando ella tenía tan sólo trece años comprometió seriamente su estabilidad emocional. Y dado que sus padres se habían unido en el que fue su segundo matrimonio, a ello hay que sumar la relación compleja con sus hermanastros; se habla incluso de abusos sexuales.
Cuando el padre murió, Virginia y sus hermanos de sangre se trasladaron al animado barrio londinense de Bloomsbury, en concreto al número 46 de Gordon Square. A su alrededor se reunió un nutrido grupo de amigos con inquietudes culturales, como por ejemplo el escritor Lytton Strachey y la pintora Dora Carrington. Supieron disfrutar de la amistad, de las artes y de las letras y se los conoce como El grupo de Bloomsbury. Esa fue una muy buena escuela para Virginia, que a diferencia de sus hermanos no pudo acceder a los estudios universitarios. Al grupo también pertenecía el que sería su marido, Leonard Woolf.
La vocación literaria hizo de ella una brillante articulista, actividad que compaginaba con la publicación de novelas en las que muy pronto demostró su voluntad de experimentación, haciendo especial hincapié en el flujo de conciencia. Influida entre otros por Henry James y James Joyce, entre sus títulos destacan El cuarto de Jacob, La señora Dalloway, Al faro, Los años, Entre actos y el transgresor Orlando, que explica la peripecia de un personaje que va cambiando de sexo a través de los siglos y que está inspirado en una de sus grandes pasiones, la también escritora Vita Sackville-West. Es asimismo autora de un extensísimo diario, tan sólo publicado parcialmente.
A su faceta como escritora y crítica literaria hay que sumar la de editora, pues junto a Leonard dirigió una editorial, la Hogarth Press, que la pareja fundó en 1917 y donde publicaron entre otros a Katherine Mansfield, a quien literariamente admiraba y de quien decía que era la única autora de la que se había sentido celosa. Los bombardeos sobre Londres hicieron que los Woolf se retiraran a su casa de campo, donde las crisis nerviosas de Virginia se acentuaron. Porque fue la Segunda Guerra Mundial la que acabó por hacer tambalear su frágil equilibrio. Puso fin a su vida adentrándose en las frías aguas del río Ouse, cercano a su domicilio, con un puñado de pesadas piedras en los bolsillos del abrigo. Dejó una nota en la cocina que rezaba: “Esta vez no me recuperaré”. Fue en los años 70 cuando la crítica feminista la devolvió a la luz, para convertirla en la autora de referencia que es hoy.
Autora: Mª Ángeles Cabré
En el seno de una familia judía consagrada a la banca nació el 25 de julio de 1920 en Londres Rosalind Elsi Franklin. Como correspondía a su clase social, fue educada en prestigiosos colegios. Sin el permiso paterno aprobó el examen de ingreso para estudiar en Cambridge. Una tía suya que creía en su talento tuvo que hacerse cargo de los gastos universitarios, hasta que el padre finalmente entró en razón. No sabía por entonces que su gesto de aceptación contribuiría años después al descubrimiento de la estructura del ADN, donde la participación de su hija sería esencial.
Pero no fue tal solo esta resistencia a la que la científica se tuvo que enfrentar. Ya completados los estudios y dedicada a la investigación, hay que recordar que mientras desempeñaba su trabajo en el King’s College de Londres era discriminada por ser mujer hasta el punto de no poder ni siquiera tomar café en la sala de profesores, por poner un ejemplo de hasta qué punto sus esfuerzos fueron ninguneados.
Se había licenciado en física y química en 1941 y defendió su tesis doctoral al final de la Segunda Guerra Mundial. Una colega científica la animó a ingresar en el Laboratorio Central de Servicios Químicos, ubicado en París, donde las mujeres eran aceptadas de buen grado. Cuando regresó a Inglaterra topó sin embargo con el machismo en el citado King’s College, donde sus miembros masculinos seguían siendo de la opinión que la ciencia era cosa de hombres. A ello se sumaba que Franklin no se molestaba ni siquiera en pintarse los labios, es decir, que prescindía olímpicamente de todos aquellos atributos que se suponía que las mujeres empleaban para agradar a los hombres y, en cambio, daba muestras de una gran pasión por la ciencia, territorio que ellos consideraban que les pertenecía.
Fue allí donde le fue encargado el estudio de la estructura del ADN. Ella fue quien perfeccionó el aparato que servía para tomar imágenes de dicha estructura y logró obtener imágenes nítidas. Expuso sus resultados y otros colegas se aprestaron a utilizarlos, no siempre con su autorización. De este modo, Watson y Crick pudieron publicar en la prestigiosa revista Nature su modelo de ADN. Lejos de denunciar la indebida apropiación, Rosalind Franklin los apoyó y calló. ¿Qué otra cosa podía hacer sin enfrentarse a toda la clase científica? Tampoco parece difícil aventurar que de haberlo podido publicar antes el mérito le hubiera pertenecido, pues un año antes del artículo de Watson y Crick ella ya había descrito con precisión la estructura helicoidal que aquellos anunciaron. Eso sí, cansada de tanto menosprecio se trasladó a otro laboratorio en la misma ciudad del Támesis.
Durante un viaje por Estados Unidos se sintió indispuesta y le fue diagnosticado un cáncer de ovarios, acaso debido a su excesiva exposición a los Rayos X, que había utilizado abundantemente en sus investigaciones. Falleció poco después, en 1958, con tan sólo treinta y siete años. Quedó truncada su vida y también su carrera investigadora, que pudiera haber llevado a alcanzar fecundos logros. Tampoco vio como cuatro años después los colegas que se le habían adelantado recibían el Premio Nobel precisamente por sus estudios sobre el ADN. En los agradecimientos, su nombre brilló por su ausencia.
Autora: Mª Ángeles Cabré
Agnès Varda fue una cineasta francesa nacida el 30 de mayo de 1928 en Bruselas. Su nombre de nacimiento era Arlette, que cambió a los dieciocho años por Agnès. Estudió literatura y psicología en la Sorbona, historia del arte en la École du Louvre y también fotografía. Comenzó su carrera trabajando como fotógrafa oficial del Théâtre National Populaire (TNP) y en los años cincuenta, en París, comenzó su carrera como directora fundando su propia productora. En 1954 decidió hacer una película con Alain Resnais. Se trata de La Pointe Courte, que se rodó en Sète y contó solamente con dos actores profesionales. Fue entonces cuando comenzó su carrera cinematográfica y, dado que la película está considerada la primera de la “Nouvelle Vague”, a Varda se la ha considerada la madre de dicho movimiento. Agnès Varda era feminista y se involucró en los movimientos de liberación de las mujeres, que representó por primera vez en la película Una canta, la otra no. Pero fue en los años setenta cuando se la ascoció con el cine feminista y se la describió como una cineasta que practicaba un cine minimalista. Comprometido con el feminismo, su trabajo invita al espctador a cuestionar las definiciones establecidas de género y a revisar las estructuras patriarcales de la sociedad francesa.
Siempre sintió curiosidad por las personas y por sus historias y su filmografía se caracteriza por no ofrecer respuestas, sino por plantear preguntas. Podemos hablar en su caso de exploración de la vida, de la sociedad y también de la memoria. En 1962, Varda se casó con el director francés Jacques Demy y permanecieron juntos hasta su muerte. En 2008 estrenó un documental autobiográfico titulado Les Plages d’Agnès, un autorretrato que repasa su vida. En 2015 recibió la Palma de Honor en el Festival de Cine de Cannes, un premio a la trayectoria que reconoce su trabajo como cineasta durante más de sesenta años.
Asimismo, en 2017 fue galardonada con un Oscar honorífico, haciéndose mención a “la compasión y la curiosidad que configuran un cine singularmente personal”. Ese mismo año realizó una de sus últimas películas en colaboración con la artista JR titulada Visages villages, que fue nominada al Oscar al mejor largometraje documental. Fue un hermoso proyecto sobre lo que más le interesaba, las vidas e historias de las personas que la rodeaban y la fotografía. Su proyecto final fue un documental biográfico sobre su propia vida llamado Varda by Agnès (2019). Murió de cáncer en París el 29 de marzo de 2019 a los noventa años.
Autora: Thomai Gkiata
Bautizada con el nombre de María Isabel Vargas Lizano, de nombre artístico Chavela Vargas, esta cantante arrolladora y adelantada a su tiempo nació en San Joaquín de las Flores (Costa Rica) en 1919, aunque fue mexicana de adopción. Con su voz grave y desgarrada, es la reina de la música ranchera. Nos ha dejado canciones míticas como “Macorina”, “La llorona”, “Un mundo raro” o “Luz de luna”. ¿Y quién no recuerda “Volver, volver”?
Tuvo una infancia difícil, pues fue una niña sin amor. Para compensar esa grave carencia, trepaba a los árboles y se evadía de la realidad. Hasta que un buen día huyó de esa tristeza poniendo tierra de por medio. Forjada en el dolor volvió a nacer en México, sirviendo mesas mientras cantaba. Profesionalmente se estrenó en humildes cantinas frecuentadas por la bohemia y en programas radiofónicos, hasta que su voz conquistó cabarets de categoría y lujosas fiestas privadas, incluida una de las muchas bodas de Liz Taylor. En los años cincuenta incluso pasó por Nueva York, donde actuó con éxito en el mítico Blue Angel, el local de la película del mismo título interpretada por Marlene Dietrich.
Triunfó porque nadie cantaba como ella. Pero su carrera artística no se entendería sin el compositor José Alfredo Jiménez, con quien además de alumbrar canciones que el tiempo no ha borrado todavía compartió juergas de infarto e ingentes cantidades de tequila. El alcohol siempre fue la debilidad de Chavela, además de las mujeres, cosa que incluye a algunas elegantes damas casi siempre casadas. Aunque otra de sus aficiones, conducir a toda velocidad potentes automóviles, tampoco fuera un deporte de escaso riesgo. Vivió intensamente, siempre desafiante, e incluso fue amiga más que estrecha de la pintora Frida Kahlo.
Los excesos la obligaron a retirarse y se enclaustró en un pueblecito a pocos kilómetros de la capital mexicana. Pero lejos de cuidarse, siguió bebiendo. Ya en la setentena, puso fin a ese proceso de autodestrucción regresando a los escenarios. Los chamanes la habían bautizado con el nombre de “Cupaima”. Cuando resurgió en los años noventa y vino a España, el director Pedro Almodóvar la presentó en la madrileña Sala Caracol. Y es por esa estrecha amistad entre ambos que escuchamos a Chavela en películas suyas como Kika o Tacones lejanos. En Madrid se hospedaba siempre en la Residencia de Estudiantes, donde decía conversar con el espíritu de su poeta preferido, Federico García Lorca.
En esa prórroga que le dio la vida Chavela Vargas cantó en el Olympia de París, en el Carnegie Hall de Nueva York, en el estadio Luna Park de Buenos Aires, en el Palacio de Bellas Artes de México… E incluso en nuestro Palau de la Música. Recibió hasta un Grammy y su México lindo le dedicó por su noventa cumpleaños un apoteósico homenaje. Se marchó definitivamente en el verano de 2012. La recordamos con pantalones y cubierta por un jorongo, que no es exactamente un poncho, el cabello corto de color nieve y siempre blandiendo su innegable porte masculino.
Autora: Mª Ángeles Cabré
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