«No nos valoréis por lo que somos, sino por lo que nos gustaría ser» afirmaba Dostoyevski (1821-1881) cuando quería ser más objetivo respecto a Rusia y el carácter de su pueblo, contrastando la inclinación mucho más frecuente en su literatura: de idealizar todo lo ruso y criticar todo lo occidental. El escritor intercala continuamente comentarios sobre cómo las condiciones de la tierra rusa han creado a los ojos ajenos imágenes tópicas sobre la identidad rusa, y cómo tras ello ve oculta una ignorancia muy generalizada: «Algo saben de nosotros», dice refiriéndose a los occidentales. «Saben, por ejemplo, que Rusia se encuentra a tantos grados de latitud, que abunda en esto, en lo otro y en lo de más allá, y que hay en ella parajes donde se viaja en trineos tirados por perros.»
¿No nos parece hoy, al seguir viendo como a Rusia desde Occidente se le sigue mirando con recelo y desconfianza – que estas palabras suenan visionarias? En realidad a este escritor decimonónico le podemos contemplar como un filtro a través del que se vislumbra lo que se había dicho respecto al tema antes y después de él.
Sobretodo en Los hermanos Karámazov (1880), su último libro, se encuentran muchas referencias a la identidad rusa, en sus diversas manifestaciones. Aquí se dibujan con extrema lucidez diversos “vicios nacionales”. Algunos son presentados como consecuencia del ambiente de la época, mientras que otros se señalan como enfermedades crónicas rusas: indecisión, afán (auto)destructivo, ignorancia unida a la soberbia, cinismo e indiferencia, dogmatismo e incapacidad autocrítica, etcétera.
Concebida como su obra culminante, Los hermanos Karámazov (1880) plantea profundas cuestiones éticas, filosóficas y existenciales que tienen a Rusia y a Occidente como referentes prácticamente conceptuales. Las tres generaciones que aparecen en la novela se pueden interpretar como los tres momentos de la historia rusa: su presente, pasado y futuro. Asimismo, los personajes principales, los miembros de la familia Karamázov, reúnen un espectro de caracteres rusos desarrollados hasta sus extremos. El padre Fiódor, representante de la anticuada aristocracia que ha perdido por completo los valores morales; Dimitri, como la amplia tierra rusa, capaz de albergar en sí mismo “los dos extremos”: «el del cielo más elevado y el del infierno más profundo»; Iván, con su ateísmo “profundamente religioso” que le lleva a consumirse en sus propias ideas; Aliosha, unido al suelo patrio, simboliza el lado positivo de la vida rusa en general y también de la espiritualidad ortodoxa.
El escritor sigue otra de las tendencias frecuentes entre la intelligentsia rusa: al hablar de la identidad propia, siempre compararla con lo extranjero, y sobretodo con lo europeo occidental. Y en esta comparación, insistir de lo diferente y noble que es Rusia. No obstante, cuando uno de sus personajes exclama: «¡Hoy bailaremos y mañana al monasterio!» resuena una desmesura, ambivalente y eufórica, que Dostoyevski quiere incluir en el retrato de la gente de su pueblo.
Cuando el escritor está a punto de rozar el chauvinismo con sus afirmaciones respecto al tema, hay un recurso que le salva y al que él mismo acude: la ironía. E incluso la autoironía.
Y esto nos remite a la cita que inicia esta reflexión, donde Fiódor Mijáilovich después de reconocer que para tener una opinión superior de los rusos hay que valorarles por lo que les gustaría que fueran, concluye, como si de una consolación se tratara «Porque los ideales nuestros siempre han sido muy elevados y ellos nos han salvado de los siglos de destrucción y desesperación».
DEJAR UNA REFLEXIÓN