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Observen a los tres personajes que protagonizan esta ilustración. La imagen corresponde a un famoso frontispicio que antecede a la portada de Elémens de la philosophie de Neuton, libro publicado en 1738 que ayudó a difundir en Francia (y, por influencia, en otros países europeos) las revolucionarias teorías desarrolladas por Newton. Ahora deténganse en la portada y vuelvan a observar la imagen. ¿Qué dicen y qué no dicen las palabras y los dibujos? ¿Qué mensajes se quieren explicar, pero se hallan ocultos?

En la portada destacan el título (Elémens de la philosophie de Neuton/Elementos de la filosofía de Newton), el subtítulo (Mis à la portée de tout le monde / Disponibles para todos) y el autor de la obra (Mr. de Voltaire). Es fácil deducir que Voltaire (François-Marie Arouet) estaría representado en la imagen de la izquierda en el personaje que escribe, vestido como los filósofos clásicos, adornado por una corona de laurel y rodeado de libros y aparejos científicos. Por su parte, la figura masculina de aspecto divino que aparece en la parte superior, sentado sobre una nube y sujetando una esfera del mundo y un compás es evidente que representa a Isaac Newton. Y está en una posición tan elevada, puesto que se quiere hacer patente que ha sido una mente realmente superior la que ha producido el nuevo saber que Voltaire traduce y explica a los no especialistas.  Pero ¿y la figura femenina? 

Se sabe que el dibujo de la mujer que mira atentamente al Newton-divinidad desde un nivel inferior a este, pero superior al del escritor, representaría a Émilie du Chatêlet (la Marquesa de Chatêlet o Gabrielle Émilie Le Tonnelier de Breteuil). No voy a dedicar ningún esfuerzo en explicar el significado del pecho descubierto o de los querubines a sus pies, pero el juego de luces y reflejos estaría revelándonos que fue Émilie quien recogió la sabiduría del matemático e iluminó con el reflejo de ella al “autor” del libro. O, dicho de otro modo, quien verdaderamente le introdujo en la complejidad de la obra de Newton.

Si el mundo fuera más justo, no habría sido necesaria que esta ilustración ocultara un mensaje que socialmente podía ser mal visto. En lugar de recurrir al simbolismo, lo ideal hubiera sido, simplemente, que Voltaire y Émilie hubiesen compartido la autoría de esta relevante pieza. Ambos llevaban tiempo viviendo y trabajando juntos, discutiendo y estudiando a los principales matemáticos y científicos de la época, sosteniendo a menudo debates y correspondencia con ellos. Por tanto, la única razón para que el nombre de Émilie no apareciera en la portada era porque la sociedad científica e intelectual de la época aún no estaba preparada para que una mujer firmara una obra de este tipo. 

Para ser justos con Voltaire, hay que aclarar que en numerosas ocasiones reconoció que su trabajo con “la Marquesa” era de igual a igual. En el prólogo a la traducción e interpretación que hizo esta de los Principia Mathematica de Newton, Voltaire elogió la valía de su amiga, así como su importante papel en la interpretación de los textos de Newton. Un papel que iba mucho más allá de una simple traducción, puesto que la obra en francés se hallaba repleta de comentarios e información añadida. 

Sin embargo, ni los hombres de ciencia de la época ni las generaciones de científicos e historiadores que les siguieron tomaron en serio el trabajo de Émilie. En lugar de ello, su nombre ineludiblemente se ha acompañado de la coletilla “amante de Voltaire”. Y sí bien es cierto que fueron amantes (en realidad, parece ser que fueron más tiempo amigos y compañeros de estudio que amantes en el sentido literal), el interés real por esta fascinante mujer poco tiene que ver con su vida amorosa. Émilie du Chatêlet fue, sobre todo, una figura histórica que influyó en la ciencia y en el feminismo. Su historia personal muestra la injusta desigualdad que sufría la mujer en el mundo de la ciencia y que aún persiste en buena parte. 

De joven, Émilie no pudo ir a la universidad como sus hermanos varones, pero su padre quiso garantizar que fuese educada como ellos, algo totalmente inusual por entonces. Algunos de los mejores matemáticos y científicos fueron contratados como profesores particulares. Gracias a su inteligencia, según parece superior a la normal, y a que muchas horas de su tiempo las pasaba leyendo, estudiando y haciendo experimentos, llegó a alcanzar el nivel de sus profesores e incluso superar a algunos de ellos. En la edad adulta, continuó su pasión por las ciencias, siguió teniendo estrecho contacto con los pensadores e intelectuales y se convirtió en una brillante científica, filósofa y feminista de la Ilustración. Su obra póstuma, la traducción comentada de los Principia Matemática de Newton, fue durante muchas décadas un libro fundamental en el estudio y la difusión de las matemáticas en lengua no inglesa.

Su preocupación por el hecho de que las mujeres no recibían la misma educación que los hombres así como respecto  a otras injusticias cometidas contra ellas se hace patente en este fragmento, extraído de la biografía escrita en 2003 por los profesores O’Connor y Robertson para su colección en abierto de biografías de las grandes figuras de las matemáticas que años más tarde fue merecedora del Premio Hirst de la London Mathematical Society:

Por qué estas criaturas cuyo entendimiento parece en todos los sentidos similar al de los hombres, parecen estar detenidas por alguna fuerza irresistible. […] Estoy convencida de que muchas mujeres, o bien desconocen sus talentos por falta de educación o los entierran por prejuicios, por falta de valor intelectual. Mi propia experiencia lo confirma. La suerte me hizo conocer a hombres de letras que me tendieron la mano de la amistad… Entonces comencé a creer que era un ser con mente.

Sin saberlo, Madame du Châtelet describía lo que hoy llamaríamos el “techo de cristal” y el “suelo pegajoso”, metáforas que hacen referencia a aquellas fuerzas que invisiblemente impiden que la mujer ascienda más de lo que su rol en la sociedad le permite o que no despegue de su situación para alcanzar otras metas.

Ciertamente se ha avanzado mucho en el conocimiento de los factores que condicionan las desigualdades por cuestiones de género por lo que, en la actualidad, no achacaríamos únicamente a la mujer la carga de la elaboración de prejuicios ni hablaríamos de “falta de valor intelectual”. Sin embargo, que sepamos más sobre estos factores no significa que hayamos sido capaces de evitarlos o resolverlos. En los 300 años que han pasado desde entonces la situación de las mujeres en el mundo de la ciencia ha mejorado (¡solo faltaría!), pero queda aún tanto por conseguir que es difícil explicar cómo no hemos avanzado más en estos tres siglos. Por tanto, Émilie nos ha mostrado, en primer lugar, que la igualdad de la mujer en el mundo de la ciencia no consiste en dejar pasar el tiempo. Es necesario actuar.