Al magnífico embajador florentino ante el Sumo Pontífice y benefactor suyo Francesco Vettori.
En Roma.
Magnífico embajador. Tardas nunca serán gracias divinas. Digo esto porque me parecía haber no perdido, sino extraviado vuestra gracia, pues habéis pasado mucho tiempo sin escribirme, y dudada de dónde pudiera nacer la causa de ello. Y de todas las que me venían a la mente hacía poca cuenta, salvo de aquélla cuando dudaba no hubieseis dejado de escribirme porque os hubiera escrito que no era yo buen administrador de vuestras cartas; y yo sabía que, fuera de Felipe y Pablo, por cuenta mía nadie más las había visto. Me he recuperado con la vuestra del 23 del mes pasado, que me deja contentísimo por ver cuán ordenada y serenamente ejercéis vos ese cargo público, y yo os exhorto a continuar así, porque quien deja su comodidad por la de otros, pierde la suya y los demás no le agradecen nada. Y ya que la fortuna quiere hacerlo todo, se impone dejarla hacer, estarse quieto y no darle batalla, y esperar el tiempo en que deje a los hombres hacer algo; y entonces a vos tocará soportar mayores trabajos, y a mí salir de mi quinta y decir: heme aquí. No puedo por lo tanto, deseando devolveros gracias pares, deciros en esta carta otra cosa que lo que es mi vida, y si juzgáis que sea para trocarla por la vuestra, y estaría contento del cambio.
Yo me estoy en la quinta, y desde que terminaron aquellos últimos casos míos no he estado, sumándolos todos, veinte días en Florencia. Primero me ocupaba en cazar tordos con mis propias manos. Me levantaba antes del día, armaba las trampas y salía con una sarta de jaulas a la espalda, que parecía del Geta que volvía del puerto cargado con todos los libros de Anfitrión; cazaba a lo menos dos, a lo más seis tordos. Así pasé todo septiembre; después este entretenimiento, aunque extraño y despechado, cesó con disgusto mío, y os diré cúal es mi vida. Me levanto a la mañana con el sol y me voy a cierto bosque de mi propiedad que estoy haciendo cortar, donde me quedo dos horas revisando el trabajo del día anterior y pasando el rato con esos leñadores, que siempre traen algún pleito entre manos, entre ellos o con los vecinos. Sobre este bosque tendría para contaros mil cosas raras que me han ocurrido, con Frosino de Panzano y con otros que querían manada, y en el pago me quería retener diez liras, que dice que yo debía haberle pagado hace cuatro años, que me las ganó a la cricca en casa de Antonio Guicciardini. Yo me puse hecho el diablo, quería denunciar al carretero que había ido a buscarlas por ladrón, hasta que Juan Felipe Ginori, Tomás del Bene y varios cuidadános más, cuando soplaban aquellos vientos, pidieron una carga cada uno. Yo prometí a todos, y le mandé una a Tomás, la cual se vendió en Florencia por la mitad, porque en la venta intervinieron él, su mujer y sus hijos, que parecían el Gaburra un jueves matando a palos a uno de sus bueyes con sus mozos. De suerte que, viendo para quién era la ganancia, dije a los demás que no tengo más leña, y todos se resintieron, en especial Bautista, que agregó ésta a la lista de las desgracias de Prato.
Abandonado el bosque, me voy a una fuente, y de ahí a un terreno donde tengo tendidas mis redes para pájaros. Llevo un libro conmigo, Dante o Petrarca o algunos de esos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y otros; leo sus pasiones amorosas y sus amores, me acuerdo de los míos, y me deleito un buen rato en esos pensamientos. Me traslado después a la vera del camino de la hostería, hablo con los que pasan, les pido noticias de sus pueblos, oigo diversas cosas y noto diversas fantasías de los hombres. Llega en esto la hora de comer, en que con mi brigada me nutro con los manjares que esta pobre quinta y este parco patrimonio comportan. Después de comer regreso a la hostería: ahí está el hostelero, y habitualmente, un carnicero, un molinero, dos panaderos. Con estos me encanallo todo el día jugando cricca, trictrac y poi, de los cual nacen mil conflictos e infinitos incidentes de palabras injuriosas, que las más de las veces se apuesta un cobre y sin embargo los gritos se oyen desde San Casiano. Así revuelto entro estos piojos saco el cerebro del moho, y desahogo la malignidad de esta suerte mía, y me alegro de que me pisotee de esta manera, por ver si no se avergüenza.
Cuando llega la noche, regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de este alimento que solo es mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatros horas de tiempo molestia ninguna, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos. Y como dice Dante que no hay ciencia sin el retener lo que se ha entendido, he anotado todo aquello de que por la conversación con ellos he hecho capital, y he compuesto un opúsculo De principatibus, donde profundizo todo lo que puedo en las meditaciones sobre este tema, disputando qué es el principado, de cuáles especies son, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden. Y si alguna vez os agradó alguno de mis garabatos, éste no debería desagradaros; y para un príncipe, y especialmente para un príncipe nuevo, debería resultar aceptable, por eso lo encamino hacia la magnificencia de Juliano. Felipe Casavecchia lo ha visto: podrá informaros en parte sobre la cosa en sí y sobre las conversaciones que he tenido con él, aunque todavía lo estoy aumentado y puliendo.
Desearíais, magnífico embajador, que yo dejara esta vida y fuera a gozar con vos de la vuestra. Yo lo haré de cualquier modo, pero lo que me detiene ahora son algunos negocios míos que en seis semanas estarán terminados. Lo que me hace estar en duda es que están ahí los Soderini, y yo estaría obligado, si fuese allí, a visitarlos y hablarles. Y temo que a mi regreso no creyese desembarcar en casa y desembarcase en la cárcel, porque aun cuando este estado tiene grandísimo fundamento y gran seguridad, sin embargo es nuevo, y por eso suspicaz, y tampoco faltan los sabios que, por parecerse a Pablo Bertini, meterían a los demás en la cárcel y me dejarían la preocupación a mí. Os ruego que me resolváis este temor, y después en el tiempo dicho iré a visitaros de todos modos.
He hablado con Felipe sobre este opúsculo mío, si le parecía mejor dedicarlo o no dedicarlo, y si estaba bien dedicarlo, si sería mejor que yo lo llevase o que lo mandase. El no dedicarlo me hacía temer que Juliano no lo leyese siquiera, y que el tal Ardinghelli se adornase con este último esfuerzo mío. A dedicarlo me impulsaba la necesidad que me oprime, porque yo me consumo inútil, y no puedo estar así mucho tiempo sin volverme por la pobreza despreciable, además del deseo que siento de que estos señores Médicis empiecen a emplearme, aunque empezaran por hacerme dar vuelta una piedra; porque si después no me les gano me daría lástima a mí mismo; y por esta cosa, después no me los gano me daría lástima a mí mismo; y por esta cosa, después de leerla, se vería que los quince años que dediqué al estudio del arte del Estado no los pasé durmiendo ni jugando; y a cualquiera debería resultarle agradable servirse de alguien que a expensas de otros estuviera lleno de experiencia. Y de mi lealtad no debería haber duda porque yo, que siempre he mantenido mi palabra, no voy a aprender ahora a romperla, y quien ha sido fiel y bueno por cuarenta y tres años, como y tengo, no debe poder cambiar de naturaleza, y de la lealtad y bondad mías da testimonio mi pobreza.
Desearía entonces que vos me escribierais todavía cuanto os parezca sobre este asunto, y a vos me encomiendo. Sed feliz.
Niccolò Machiavelli en Florencia
Día 10 de diciembre de 1513
Traducción Stella Mastrangelo.
Ed. Fondo de Cultura Económica, 1990
Voz: Marta López Fernández
Creación y animación : Marta López Fernández, Justí Torn, La Factoria + (UPF)
Música: Gnossienne número 1, Erik Satie
Un agradecimiento especial a Raffaele Pinto, profesor de la UB
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