Al mirar este cuadro de Vilhelm Hammershøi nos viene a la mente rápidamente la palabra “interior”. La magia de esta imagen, impresionismo simbólico del siglo XIX, es que nos transporta, sin que nos demos cuenta, a dos tipos de interiores: el interior de un espacio físico y el interior de un espacio psíquico.
Hammershøi consigue que nos emocione el interior del espacio, vacío de muebles, pero lleno de sensaciones: sosiego, tranquilidad, calma, luminosidad, espacio doméstico, intriga. Y que nos conmueva, tanto o más que el otro, el interior psíquico que intuimos en la mujer que, a pesar de su quietud, se nos representa llena de serenidad, silencio, recogimiento, familiaridad, introspección.
Todas estas imágenes mentales las podríamos condensar en esta otra: “hogar y/o calor de hogar”.
Los seres humanos, desde los albores de su humanidad, encontramos en el “calor de hogar”, el lugar de lo íntimo, el lugar donde guardamos lo más precioso y valioso. En la lucha diaria por la vida, la imagen de Hammershøi representa el descanso, la llegada, el fin del sufrimiento y el alivio de la tensión que supone vivirla.
En un momento como el actual, confinados y encerrados, podemos preguntarnos si, en las casas que habitamos, encontramos este “hogar” que intuimos en el cuadro. Es ahora cuando cobra importancia la materia de la que están hechos los interiores, y es allí donde, como en un bucle, el interior del espacio y el interior psíquico de cada uno pueden confluir, ayudarse, facilitarse o, al contrario, distanciarse, odiarse, matarse.
¿De qué dependerá el resultado? Podemos apostar, sin temor a equivocarnos demasiado, que dependerá de la estructura del interior psíquico con el que contamos. La calma, la posibilidad de estar con uno mismo y encontrar alivio sólo con ello, facilitará la estancia, propiciará el pensamiento, ayudará a encontrar sentido al sinsentido del encierro.
Pero, si el interior psíquico se encuentra desasosegado, intranquilo, angustiado, puede aparecer, como bien dijo Freud, lo siniestro (obra en versión original): aquello de inquietante que se encuentra en lo más familiar, en lo más conocido, en lo más íntimo de cada uno. Todos sabemos que es de esta cara de nuestro interior psíquico que debemos defendernos, la que cambia e irrumpe brutalmente, contaminándolo todo y perturbando lo más intrínseco de nuestro ser.
Seguramente es por esto por lo que el virus nos inquieta tanto. Algo invisible que, desde nuestro interior, en aquello que es lo más nuestro y lo más propio, como es el cuerpo, lo afecta y lo ataca sigilosamente. Convierte el interior del cuerpo en nuestro mayor enemigo y con la angustia de no tener claro cómo defendernos.
De ahí que, ante esta situación que estamos viviendo, necesitemos recurrir, de nuevo, a los conceptos kantianos. Volvemos a buscar en el “espacio” y el “tiempo” aquellos parámetros externos que nos organizan y que actúan como columnas del edificio de nuestro psiquismo. Y recurrimos a estos, insistentemente, como un mantra, para encontrar en ellos el alivio cuando el hogar nos ha fallado. Por esto nos decimos y se nos dice lo que ya el cuento de Las mil y una noches anticipó: “Recuerda que todo esto también pasará.”
Miércoles, (9 de abril del 1958)
“Hablo con Borges. Me cuenta: «El rey David llamó a un joyero y le pidió que le hiciera un anillo, un anillo que le recordara, en los momentos de júbilo, que no debía ensoberbecerse, y, en los momentos de tristeza, que no debía abatirse. “¿Cómo lo haré?”, preguntó el hombre. “Tú lo sabrás —contestó el rey—. Para eso eres artífice.” El joyero salió a la calle. Un joven le preguntó: “Anciano, ¿qué te atormenta?”. El joyero contestó: “El rey me ha encargado un anillo” y explicó todo. “Eso es fácil —declaró el joven—. Fabrica un anillo de oro, con la inscripción: Esto también pasará.” Así lo hizo el joyero y llevó el anillo al rey, quien le preguntó: “¿Cómo se te ha ocurrido esto?”. “No se me ha ocurrido a mí, sino a un joven, que era así y así”, contestó el joyero. “Ah —exclamó el rey—, ese joven es mi hijo Salomón.” Es una historia perfecta, limada hasta la perfección por los años. Qué bien que el joven no fuera un ángel, como uno temía, sino Salomón»”.
Borges, Adolfo Bioy Casares, ed. Destino (“Imago Mundi”), 2006
DEJAR UNA REFLEXIÓN